Por: Yossi Khebzou, de tercero de preparatoria del Colegio Hebreo Tarbut, mención honorífica.
Sobre la falta de identidad mexicana en la educación impartida por escuelas afiliadas a la Comunidad Judía de México.
“Los mexicanos son muy amables” escuché a un compañero decir en los pasillos de mi escuela. “¿Son?”, le dije con una mirada incrédula, “¿acaso no tienes pasaporte mexicano?, ¿no eres parte de tu país?”. Desde ese momento, me determiné a hacer las mismas preguntas a todas los mexicanos que se refirieran a sus connacionales en la tercera persona del plural. Las contestaciones de la gente han sido muy diversas, he recibido comentarios variados, desde “Israel es mi patria”, hasta “sí, pero los mexicanos reales”, pasando por un humilde “perdón, tienes razón” y un burlón “ya, no seas… sabes a qué me refiero”.
Esta falta de identidad mexicana, según yo, viene de nuestro sistema educativo, el de la Comunidad Judía de México. Recuerdo que cuando era niño, en el colegio al que asistía, festejábamos la Independencia de México o la Revolución y los maestros nos pedían que nos vistamos “como mexicanos”, ¿acaso no somos nosotros mexicanos, nos estaban pidiendo vestirnos como nosotros en una clase extraña de paradoja? Me explicaban que yo era judeo-mexicano y eso me hacía diferente del resto. Mientras, técnicamente el término es real, también hablaría con la verdad si dijera que soy zurdo-mexicano o judeo-flaco. Y comprendo que los judíos que vivimos en México tenemos nuestra propia cultura e instituciones, cosa que no tenemos los zurdos que residimos en este país, pero estrictamente judeo-mexicano es un neologismo que combina la religión con la nacionalidad en un Estado laico.
Otra petición que se nos hacía era llevar dulces mexicanos al escuela, pero por dulces mexicanos no se referían a Skwinkles, Chaca-Chaca o Pelón Pelo Rico, esas deliciosas chucherías que no se encuentran en ningún otro país y disfrutamos a diario. Ellos pedían una pepitoria o una palanqueta, o como ellos los conocían “los dulces mexicanos reales”. Llevo dieciocho años viviendo en este país y creo que jamás he probado una pepitoria. Ni siquiera sé qué es. El mensaje es claro: el verdadero México está allá, en el centro de Oaxaca o en Papantla, tal vez en la Ciudadela del Centro Histórico. México no está en el Klein’s al que voy y pido unos chilaquiles bien picosos, ni en mi açai bowl vegano que me tomo en la Colonia Roma.
La otra parte del país está en los los arrabales de la ciudad como Bosques de las Lomas o Interlomas, son el México que conocen, donde la mayor atracción es un centro comercial. Por esto, cuando cuando los niños viajan al extranjero regresan diciendo que quisieran vivir en una ciudad con tantas opciones de ocio y desarrollo. Nunca se les enseñó la historia de su ciudad, nunca se les llevó a un museo y nunca se les explicó que la capital es una de las grandes metrópolis del mundo. Lo que sí se les dijo es que a Israel habría que tratarlo con el respeto y la solemnidad debidos, por eso se oían más voces cantando el Hatikvah que el Himno Nacional Mexicano. Enseñaron que Israel era perfecto, que inventó el USB y el Waze, que ahí la vida era más dulce, pero no dijeron que en México se inventó el anticonceptivo, la televisión a color y que había genios de talla mundial como Mario Molina o Alejandro González Iñárritu.
Por supuesto, no estoy en contra de que a Israel se le trate con el debido respeto, sino de que con México “hay que estar agradecido”, no orgullosos del país del que somos parte. Ese país que no puede hacer nada, donde todo está mal, lleno de flojos, ignorantes y manipulados que son muy amables. Por eso, vivir en Estados Unidos y en Israel es mejor, son gente de nuestra talla. Por eso, estudiar en la UNAM no es viable, por “la cuestión social”, un eufemismo para tomar una decisión racista y clasista. El mexicano promedio es un “sheb”, vocablo despectivo para referirse un obrero de clase baja y tez morena.
También hay una falta de identificación con tradiciones esenciales de la cultura de nuestro país como es el caso del Día de Muertos, celebración que en su generalidad es tratada como un tabú. He hablado con mucha gente que se siente ofendida de que yo pueda poner un altar dedicado a mis seres queridos. El argumento radica en la ignorancia de que es una celebración cultural y no religiosa; de hecho, son muy pocos los mexicanos que creen estrictamente en la parte literal de la festividad. Es congruente con nuestro estatus de nacionalidad que podamos celebrar algo que une a todo el país y es motivo de orgullo nacional. Debemos aprender de nuestro vecino del norte, en donde la mayoría de los judíos estadounidenses celebra el Día de Acción de Gracias sin miedos ni prejuicios. Acercarse más y querer ser parte de México es imperante, y no hay que tener miedo a hacerlo.
Mi escuela ideal sería una que trate de crear diferentes identidades, sin forzar al niño a ser la mezcla de una religión y una nacionalidad que le dificulte identificarse con cualquiera de las dos. Aparte de los dos elementos mencionados previamente, todos tenemos otros que añaden a nuestra filiación, como por ejemplo nuestro equipo de fútbol, nuestra postura política o nuestro apellido familiar, los cuales han coexistido separados. Yo no soy un cruzazulino-izquierdista, le voy al Cruz Azul y soy de izquierda . Ambas convicciones están profundamente aferradas en mi personalidad sin contradecirse ni combinarse, y me gustaría que ocurriera lo mismo con el judaísmo y la nacionalidad mexicana en el sistema educativo de la Comunidad. ¡Que los niños conozcan su ciudad! ¡Que disfruten sus museos! ¡Que aprovechen su cultura y puedan identificarse con México a diario! ¡Que puedan involucrarse en los problemas que a todos nos competen!
En cuanto al plan pedagógico, de ninguna manera me gustaría que se pensara que México es un país perfecto. Es una nación con vastos problemas y hay que actuar para resolverlos. No obstante, para que esto ocurra, los niños deben tener dos características: les debe de importar la patria y tienen que conocer los problemas. Qué sepan que en México no todos tienen las mismas oportunidades, que hay corrupción, que es un país complejo y que hay grupos, como los indígenas que sufren más. Que gracias a su amor al país del que son parte, se dispongan a actuar para mejorarlo, en vez de apoyarlo en un nacionalismo patriotero. Y lo mismo va con Israel, la comunidad judía de México ha probado en numerosas ocasiones apoyar ciegamente las políticas de Jerusalem (¿o Tel Aviv?), ignorando la discriminación, pobreza, desigualdad y simplificando conflictos más bien complejos, dejando en los niños una imagen paradisíaca del país del Medio Oriente. Yo, por ejemplo, me la pasé toda la primaria pensando que en Israel nadie robaba y en secundaria nunca se me ocurrió cuestionarlo, fue hasta preparatoria cuando me interesé por el conflicto y me di cuenta de todos los problemas que hay, como en cualquier socidad. Yo tuve suerte de tener un maestro que nos hiciera reconsiderar lo que creíamos pero no todos se pueden jactar de esa fortuna y ahora hay muchos que apoyan a Israel ciegamente y por lo tanto, la percepción insostenida de que “es mejor” que México. La crítica es importante para cualquier amor con fundamentos: si mi amiga tiene problemas de sueño, le digo que vaya al doctor porque me importa que esté bien. Si a mi equipo de fútbol americano le va mal, criticaré al entrenador porque me importa que gane. Si veo que gente en Israel o en México se está haciendo cada vez más pobre, me concientizaré de la situación y estudiaré qué puedo hacer para ayudar, justamente porque mi amor a estos lugares se basa en la importancia que les doy.
Entiendo que no es lógico hablarle a niños de seis años sobre los conflictos que tienen lugar en Israel y en México de manera detallada, pero considero necesario que entiendan que son países como cualquier otros, con virtudes y problemas. De esa forma, lograríamos que en el futuro los estudiantes quieran ir a ayudar a Cuajimalpa en vez de viajar hasta África a hacerlo o que dediquen parte de su Masá a Israel o de su Hajshará a ayudar a Israel, bajo el principio talmúdico de ayudar primero a los más cercanos.
Es de vital importancia ayudar a México desde una posición de ciudadanos, en vez de desde un lugar de agradecimiento por lo que le ha dado a la comunidad judía, como lo hicimos el 19 de septiembre de 2017. La acción por el amor es más fuerte que la acción por agradecimiento. Es hora de que hagamos nuestro el país donde vivimos, no somos invitados, somos parte de él, y eso lo tenemos que hacer entender desde las escuelas. Escuelas donde la historia de México no sea enseñada de manera simplista, donde los niños aprendan que la Guerra de los Pasteles no fue a panquetazos y que la Conquista fue un proceso de más de tres siglos donde también ocurrían eventos relevantes y crueles. Que sepan que los personajes que estudian también forman parte de su historia personal, a pesar de que probablemente ningún familiar suyo estaba en este territorio. Lo que hicieron José María Morelos y Sor Juana Inés de la Cruz tiene repercusiones directas en su estilo de vida, en su rutina y en su cotidianidad. Que hagan de la historia de México una parte intrínseca de su pasado.
Principalmente, creo que hay que fomentar la convivencia y la integración. Como hacemos actividades intercomunitarias para Iom Hatzmaut (Independencia de Israel) o Tu Bishvat (Día de los árboles y la naturaleza) podríamos hacer dinámicas con niños de escuelas no judías sobre la Independencia de México, el Día de Muertos y el Natalicio de Juárez. Para una gran cantidad de los niños judíos, el único contacto con la ciudadanía mexicana de otra religión viene desde un punto de convivencia a través de la ayuda. Los niveles de tzedakah (ayuda) del judaísmo plantean que la desventaja de ayudar a alguien sabiendo quiénes son las personas que auxiliamos es que nos da una sensación de superioridad, por lo que se dificulta tener una relación normal. Remito de nuevo al temblor del pasado 19 de septiembre, el cual nos afectó a todos sin importar la religión o condición económica, cuando se ayudaba se tenía la sensación de que a todos nos hubiera podido haber pasado algo. Fue un momento de extrema solidaridad en el que la misma problemática nos agraviaba a todos y, en consecuencia, la unidad imperaba. curre lo mismo cuando la Selección Mexicana juega un partido de fútbol: seamos judíos, cristianos, pobres o ricos, a los que estemos viendo el encuentro, nos preocupa que nos hayan metido gol y que vayamos a perder, a pesar de que nosotros no juguemos. Cuando México gana y vamos al Ángel de la Independencia, todos compartimos la misma alegría. Si eso se transmitiera mediante la educación a la vida cotidiana, la convivencia y la unidad mejorarían significativamente. Un ejemplo de esto es Scholas, una organización creada por el Papa Francisco inspirada en el libro “La Pedagogía del Oprimido” de Paulo Freire, uno de los pedagogos más importantes del siglo XX. Esta ONG se dedica a que estudiantes de las más diversas escuelas del país asistan a un parque o a una plaza pública donde puedan discutir los problemas que los afectan. Justamente, hace poco asistí a un evento de Scholas que duró seis días, ahí dialogamos sobre la corrupción y la discriminación con gente de doce escuelas públicas, incluyendo una militar, y diez escuelas privadas, entre las que se encontraba un internado. A pesar de la diversidad y diferencias entre los asistentes, se sintió la unidad y se formaron amistades al final del seminario. Gracias a la problemática común, logramos entendernos con comunicación.
En conclusión, pienso que debemos hacernos sentir que somos parte de México, que conozcamos esa parte de nuestra identidad y que nos enfoquemos en ser mexicanos orgullosos, dispuestos y críticos con la responsabilidad de hacer un impacto. Que entendamos que somos parte de la ciudadanía y que las actividades de gente con la que no convivimos nos afecta bastante. Deseo que mis hijos y mis nietos puedan gritar “¡Viva México!” sabiendo que no están echando porras a un lugar lejano en el que residen, ni a una selección de fútbol, ni a un colectivo de ciudadanos esperando ser ayudados; que no griten por agradecimiento, sino que griten por ellos, por su historia que está en México, por su cultura y por su identidad; que griten por sus Skwinkles y sus papas preparadas; que griten por aquella exposición que los conmovió en el Museo de Antropología y porque están en el país que les dio la posibilidad de comentar una serie de televisión con un niño cristiano de aquel colegio de Tlalpan al que asistieron a conmemorar el Día de la Bandera. ¡Que griten viva México con convicción, para que les haga eco!
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