Por: Jonathan Gilbert, primer lugar del concurso «Anatomía del Educador Judío»
De no haber sido por el pintor neerlandés Rembrandt, el pobre Aris Kindt, ejecutado por robo a mano armada (sí, en 1632 el robo a mano armada era castigado con la horca) hubiera sido condenado al anonimato eterno.
Pero esa fría mañana de 1632 (las lecciones públicas de anatomía sólo se llevaban a cabo en invierno, para evitar que el cuerpo se descompusiese), Rembrandt fue espectador de la disección pública que sería inmortalizada en el cuadro “la lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp”. Gracias a ello, Kindt vivirá por siempre en uno de los óleos más notorios del periodo barroco.
Mi digresión es intencional. Comienzo mi lección de anatomía con un caso ajeno a la curricula judía tradicional para enfatizar que el educador judío moderno tiene que ser un anfibio. Es decir, debe de poder moverse con naturalidad en una variedad de ecosistemas. Debe ser capaz de transmitir la sabiduría milenaria de las fuentes bíblicas y rabínicas, sin perder de vista el contexto contemporáneo y la cultura universal. Debe ser un maestro en la forma y el fondo, un traductor que logre capturar la sensibilidad de un Salmo de David y trazar un paralelo entre él, Teodoro Hertzel y Leonard Cohen.
¿Y todo esto para qué? Relevancia. El educador judío sabe que ser relevante is the name of the game. En una generación abrumadoramente compuesta por hijos she einam yodiim lishol (que no saben preguntar), la labor fundamental sigue siendo despertar la curiosidad y deseo de aprender.
Para ello, el educador judío debe saber mostrar el valor real de las cosas. No me sorprendería si nuestra lección de anatomía usara el ejemplo de cuando el artista urbano “Banksy” (quien normalmente vende sus obras en cifras de 6 dígitos de dólares), montó un stand callejero en el cuál remató sus obras en 60 dólares y tardó 4 horas en cerrar su primera venta. Similarmente, el educador judío sabe que lo que sabe es invaluable, a pesar de que el alumno no lo sepa (aún). Es un vendedor callejero que conoce el verdadero valor de lo que vende y un soñador que sueña con abrir los ojos de su comprador y darle mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.
Desafortunadamente, todo buen anatomista sabe que su trabajo está limitado a los tejidos y órganos del cuerpo. Su cuchillo nunca revelará los misterios del alma y el espíritu. Asimismo, el alma del educador judío será siempre un enigma para quien busque capturar su esencia. Su pasión y dedicación se nutren de manantiales desconocidos y su determinación desafía las leyes de la naturaleza. Es intrépido porque sabe que una cadena solamente es tan fuerte como su eslabón más débil y está determinado a que su generación no sea ese eslabón. Entiende que su misión de vida se vincula a la misión de su Pueblo y eso le llena de humildad y responsabilidad. Pero, ultimadamente, los motivos de su alma serán siempre un gran misterio.
Al terminar su lección de anatomía, el doctor Tulp descartó el cuerpo del desafortunado Kindt. “Y así son todos los cuerpos humanos”, podrían haber sido las palabras que finalizaran la lección. No así con el educador judío. Si bien comparten algunas de las características mencionadas, su diversidad es tal que sorprende nuestra osadía de pretender indexarlos. Lererkes y rabinos, morot, madrijim, madres y padres. Todos ellos luchando por educar una nueva generación de gente grandiosa, de judíos orgullosos que puedan traer luz al mundo. Luz en casa y luz para las naciones. Y si alguna vez dudamos sobre la capacidad de un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos para cambiar al mundo (advirtió la gran antropóloga y poeta Margaret Mead) no lo hagamos “pues, de hecho, son los únicos que lo han logrado”.
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