Por el Dr. Daniel Fainstein
Te compartimos algunas reflexiones escritas por el Dr. Daniel Fainstein en el contexto del viaje educativo y cultural a Praga, Viena y Budapest, organizado por la Universidad Hebraica
El Barrio Judío de Praga —ese fragmento detenido del tiempo entre el Moldava y la historia— forma parte del mapa turístico casi por inercia. Como si lo judío hubiera sido asimilado a la postal urbana, como si su tragedia, su esplendor y su memoria se hubieran fundido con la arquitectura y los folletos de los guías. Lo judío, aquí, está normalizado: una capa más del pasado que se visita con cámara en mano y cierto pudor mal digerido.
Y sin embargo, cruzar el umbral de la Sinagoga Altneuschul —la sinagoga “Viejo-Nueva”— no es una experiencia museística. Es un regreso. Un descenso a la Edad Media, a una comunidad pequeña y compacta, envuelta en un clima de ascetismo y mística. Allí rezó el Maharal de Praga. Allí, según las leyendas, descansan los restos desintegrados del Golem, polvo sobre polvo, sueño de redención vuelto arcilla y olvido. Es la sinagoga más antigua de Europa que sigue activa desde el siglo XIII. No hay espectáculo, ni oropel: hay piedra, sombra y plegaria. Hay un susurro que se escapa del Arca y se cuela entre las bancas como un eco de siglos.

Muy distinta es la Sinagoga Española, esa joya del XIX construida en estilo morisco por judíos ashkenazíes que, fascinados por la idealización de Sefarad, intentaron fundir la identidad judía con la estética islámica. El hierro forjado, los arabescos, las cúpulas estilizadas: todo habla de una esperanza —fallida, hermosa y trágica— de crear una síntesis cultural que emule la simbiosis judeo-islámica de los siglos XI al XIV. En sus paredes resplandece un judaísmo emancipado, aculturado, que quiere pertenecer al mundo y al mismo tiempo reinventarse. Una fantasía de integración que naufragó en los nacionalismos del siglo XX, pero que deja testimonio de su ambición espiritual y estética.

La Sinagoga Pinkas, por su parte, no se visita, se sobrelleva. Sus muros no contienen oración, sino nombres. Ochenta mil nombres escritos uno tras otro en rojo y negro: hombres, mujeres, niños. Toda la comunidad judía de Bohemia y Moravia exterminada por los nazis. Es una sinagoga reconvertida en lamento. Aquí el silencio no es litúrgico, sino sepulcral. Cada nombre es un epitafio, cada línea una pérdida. Ningún visitante sale indemne.

Hoy ya no funge como casa de oración; es un memorial con un Arca de la Ley, acompañado a sus lados por una lista de algunos campos de muerte y exterminio en lugar de los Diez Mandamientos.
Y junto a ella, el antiguo cementerio judío, un collage de lápidas superpuestas, vegetación silvestre y capas invisibles de muertos y vivos. Un lugar inexplicablemente mágico. Un espacio que recuerda, en su dispersión y danza de formas, la estética de Van Gogh y Chagall: torbellino de líneas, diagonales imposibles, inscripciones gastadas por el tiempo. Allí reposan los cuerpos, pero también los nombres, las ocupaciones, las genealogías de una comunidad entera. Es un inventario modesto de miles de vidas que alguna vez tejieron la trama del barrio judío. Como escribió un poeta: “una tribu de piedras”. Las raíces vivas y sus retoños fueron arrancados por los nazis y sus colaboradores, dejando solo la evidencia final: la persistencia mineral de la memoria. Piedras por almas. Silencio por oración. Recorrer las sinagogas —y el cementerio— de Praga es recorrer distintas capas de la historia judía: los comienzos modestos, la resistencia mística, la esperanza iluminista, la catástrofe moderna. Es ver cómo lo sagrado puede ser piedra o vitral, canto o susurro, ruina o memoria. Es, sobre todo, una invitación a no permitir que lo judío sea reducido a lo pintoresco o lo monumental. Porque debajo de cada arco y cada nombre, late una historia que aún nos interpela, una promesa rota, una plegaria pendiente, una invitación a contemplarnos en su imagen.
