Por el Dr. Daniel Fainstein
Te compartimos algunas reflexiones escritas por el Dr. Daniel Fainstein en el contexto del viaje educativo y cultural a Praga, Viena y Budapest, organizado por la Universidad Hebraica
Esta mañana fría y nublada, caminé en silencio hacia la tumba de Franz Kafka en el nuevo cementerio judío de Praga. Me reconfortó comprobar que el lugar no ha sido devorado por el turismo trivial; allí, la calma se entrelaza con la melancolía como una plegaria susurrada. Nada de flashes, ni voces en alto. Solo el murmullo de las hojas secas, el ladrido lejano de un perro invisible y el peso invisible de una presencia.
Frente a la lápida austera, grabada con letras hebreas y alemanas, me invadió una sensación mezcla de inquietud y gratitud. Kafka sigue hablando desde el subsuelo de nuestra conciencia moderna. Su prosa, simple y dura como un diamante, cinceló el alma del siglo XX y aún resuena como un eco extraño en este siglo desencantado. ¿En qué nos despertaremos convertidos mañana? ¿Qué metamorfosis se fragua en los pliegues de nuestra rutina? ¿Qué estructuras burocráticas invisibles —banales, sin rostro— aplastarán nuestras aspiraciones más íntimas? ¿Qué castillo se levanta hoy, silencioso y vigilante, sobre nuestras cabezas? ¿Dónde radican los límites entre lo salvaje y la condición humana?¿Como nos paramos ante la Ley?
Kafka vivió en una Praga ambivalente, hermosa y opresiva, como una jaula hecha de cristal. Fue el hijo de un padre imponente y fantasmal, y el hermano menor de una sensibilidad extrema, herida por dentro y bondadosa por fuera. Su neurosis fue a la vez una enfermedad y una lámpara: lo destruyó por dentro, pero nos legó una forma de ver lo invisible, lo absurdo, lo esencial.
Junto a su tumba, entoné en voz baja el Male Rajamim, esa oración que suplica por el alma del difunto, pero también por los vivos, los perdidos, los que aún no han despertado. Después, el silencio. Un silencio lleno de árboles centenarios, de tumbas que son nombres y fragmentos, de memoriales en las paredes interiores del cementerio, para aquellos que murieron en guetos y campos de exterminio sin contar con una lápida, y de ese misterioso consuelo que brota cuando uno se enfrenta cara a cara con la memoria.
Este no es solo un espacio funerario. Es un lugar consagrado a combatir el olvido. Kafka nos enseñó que a veces no hay redención, pero hay testimonio. No hay consuelo, pero hay verdad. Y esa verdad —aun si fragmentaria, aun si incompleta— tiene la dignidad de un árbol que resiste el invierno.
